Lucía, la heladería y El último viaje

Por R. Maximiliano Neira

Pensamiento ISTEEC #7
Publicado el 3/10/2022 - Año 1 - Octubre de 2022

Lucía estaba echada en el sillón, deslizando la pantalla de su teléfono, aburrida, sin mirar nada en particular. De repente apareció un aviso. Se detuvo al instante y lo leyó con interés: «Heladería Sabores únicos. Hoy gran inauguración»
—¡Heladería nueva! ¡Sííííí! —gritó con los brazos extendidos sobre su cabeza.
Uno de los propósitos de la vida de Lucía era visitar todas las heladerías de la ciudad donde vivía. Y cada heladería nueva era un motivo de celebración.
Se levantó de un salto del sillón y agarró un cuaderno que había sobre la mesita de café; sus páginas estaban escritas con los nombres de todas las heladerías que había visitado hasta el momento. Junto al nombre había un número, a modo de puntaje, que iba del uno al diez.
—A ver dónde queda… —dijo mientras anotaba el nombre de la nueva heladería y buscaba la dirección en el mapa de su teléfono—. Calle Meisroit dos mil… ¿en serio? ¿Por qué tuvieron que abrirla allááá? Supuestamente el único micro que pasa por ahí es… El último viaje. —Se desplomó en el sillón y se agarró la cabeza con las dos manos—. ¡Ahh! Los odio. Pero todo sea por un helado. —Se levantó de nuevo y se preparó para salir.
Estuvo lista en poco tiempo y fue hacia la parada de la infame línea El último viaje. Ese nombre era un apodo bastante adecuado, porque viajar en uno de esos vehículos podía ser, literalmente, el último viaje de sus pasajeros. Los colectivos estaban viejos y destartalados, parecían una batería de jazz andante. Tenían algunas ventanas rotas o ni siquiera había ventanas. La pintura estaba desteñida por el sol y descascarada, hacía mucho que se había dejado de leer el verdadero nombre de la línea, y ya solo alcanzaba a apreciarse una «M». Pero lo más sorprendente era que siempre iba lleno, pero lleno de verdad: los pasajeros viajaban apiñados y casi que daba la impresión de superponerse unos a otros.
El último viaje era el único micro que atravesaba por completo la ciudad, un recorrido larguísimo, y también era el único que salía de la metrópoli y se adentraba en las afueras. Sin embargo, casi nadie se bajaba en las paradas del centro. ¿Dónde iba -y de dónde salía- toda esa gente? ¿Acaso todos los pasajeros venían de los lugares más alejados de la ciudad? Lucía no encontraba una respuesta lógica para esas preguntas. Y, pese a que era el micro más famoso de la ciudad, no conocía a nadie que realmente lo hubiera tomado. Hasta ahora: ella sería la primera.
Mientras meditaba una y otra vez en sus preguntas, miró su reloj: habían pasado diez minutos desde que había llegado a la parada. Volvió la vista a la calle y vio que uno de los inexplicables micros de El último viaje se acercaba. Se detuvo frente a ella entre un alboroto de placas de metal que chocaban entre sí. Los pasajeros estaban pegados a las ventanas, había mínimo tres personas por asiento. La puerta se abrió con dificultad, se trabó un par de veces antes de abrirse por completo. Lucía, asombrada y espantada, vio que en último escalón (que estaba un poco alto) había un lugar donde podía ir de pie.
—Creo que… —dijo con timidez— mejor tomo el próximo.
—¿Qué? ¡No hay próximo, niña! —le respondió una voz detrás de la masa de gente, que Lucía supuso debía ser la del conductor—. Este es el único.
Lucía cerró los ojos, inspiró y espiró profundamente, y se tranquilizó.
—Okay, ahí voy —musitó dándose ánimos—. Pasa por la calle Meisroit, ¿cierto? —le preguntó mientras se agarraba del pasamanos de la puerta. Tenía que subir directamente hasta el segundo escalón, el primero se había desprendido hacía mucho tiempo.
—Sí, sí. Yo te aviso. Ah, ¿Podés cerrar la puerta? Ya no cierra como antes. —Lucía tironeó de la puerta lo más que pudo pero no logró cerrarla por completo—. Llega hasta ahí. Gracias.
No iba nada cómoda, apenas había lugar para ella y estaba cerca, demasiado cerca para su gusto, de la gente. Todos hablaban al mismo tiempo y un monótono murmullo inundaba el interior. Eso, sumado al ruido que hacía el micro al moverse (que ya no parecía una batería de jazz, sino una de heavy metal sin ritmo), hacían del viaje algo nada placentero. Aunque a los demás pasajeros ese ambiente no parecía molestarlos en absoluto. Lucía cerró los ojos y comenzó a respirar de nuevo, lentamente.
El colectivo atravesó el centro de la ciudad sin que nadie bajara ni subiera. Lucía no podía decidir si eso era porque iba lleno y a nadie quería subirse o porque nadie quería subirse y ya. ¿Quién lo haría por voluntad propia? Se respondió levantando la mano y negando con la cabeza.
Lo que hace una por un helado, pensó. Más vale que sean buenos.
Minutos después salieron del centro y se empezaron a alejar de la ciudad. Lucía vio la calle donde quería ir, pero, para su sorpresa, el micro no estaba yendo hacia allá.
—¡Ey! ¡Dijiste que ibas por Meisroit! —gritó la chica para que el conductor pudiera escucharla por encima del murmullo.
—¡Sí, pero antes tengo que ir por otro lado!
—¿Qué? ¡Me bajo acá entonces!
—¡No hay parada en este lugar, niña!
—¡Sí, bueno, no me importa! —Exclamó con determinación—. ¡De todos modos ya no soporto estar acá dentro!
Con cuidado, Lucía dio media vuelta en su reducido espacio y empezó a forcejar con la puerta.
—¡No podés bajarte acá, niña! ¡Podés perderte si no conocés el lugar!
—¡Ja! ¡Gracias por la advertencia, pero no creo que me pierda! ¡La calle está allá y solo tengo que caminar en línea recta!
—Bien, como quieras. Veo que no puedo disuadirte.
El conductor redujo la velocidad lo más que pudo y abrió la puerta. Lucía miró hacia abajo: el micro no iba muy rápido. Y saltó.
Cayó. Dio algunos tumbos por el asfalto y rodó hasta la banquina, donde al fin se detuvo. Todo le daba vueltas. Se quedó sentada un momento hasta recuperar el sentido del equilibrio y luego se levantó, algo raspada y adolorida.
—«No hay parada en este lugar» —masculló Lucía enojada, imitando la voz del conductor, mientras se sacudía—. Estúpido micro, ¡Con razón nadie se lo toma! —Le hizo un gesto con el dedo al verlo alejarse—. A ver, ahí está la calle Meisroit, y la numeración sube para allá… Entonces, si voy en esa dirección, eventualmente me voy topar la heladería. Perderme, qué excusa más floja.
La calle Meisroit era la más alejada del centro de la ciudad y era la última calle antes de salir de ésta. Sus edificios eran antiguos, algunos estaban atravesados por grietas o fracturas, y otros tenían partes del revestimiento de pared desecho, lo que dejaba los ladrillos al descubierto.
El tránsito fue lo que más le llamó la atención a Lucía: advirtió muy pocos autos, apenas contó dos o tres, y toda la gente que vio caminaba por la calle, solo Lucía lo hacía por la vereda. Las personas la observaban con nerviosismo y algunos niños la señalaron asombrados al verla caminar por ahí. Lucía negó con la cabeza y se concentró en su objetivo.
Ya llevaba caminando unas ocho cuadras y todavía no se había topado con el dichoso local.
¿Me la habré pasado? Pensó. Nah, no creo, hubiera sentido el olor a heladería. Le podría preguntar a algui…
Había estado caminando tan concentrada que no se dio cuenta en qué momento la gente había desaparecido de la calle. Pero no era solo la gente: no se oía ningún sonido, ni siquiera los pájaros o el viento. De inmediato volteó hacia la esquina que acababa de pasar, para al menos revisar la numeración de la calle, pero el cartel indicador tampoco estaba. El estómago le dio un vuelco y su respiración se aceleró.
—¿Dónde…? ¿Siquiera… sigo en la misma calle?
No, Lucía, calmate y pensá.
La chica cerró los ojos respiró y profundamente. Continuó haciéndolo durante unos minutos hasta que su respiración se normalizó.
—A ver, obvio que es la misma calle, nunca doblé —dijo en voz alta para convencerse—. Solo debe ser una parte de la calle por la que la gente no pasa. Sí, eso es. —Asintió con determinación—. La última vez que vi la numeración de la calle iba por el mil ochocientos, así que seguro la heladería está en la siguiente cuadra. Bueno, entonces sigo por acá.
Pero la siguiente cuadra nunca llegó. La vereda que recorría Lucía era bastante larga y estrecha, solo había espacio para una persona. Mientras caminaba por ahí, a su izquierda, apareció un edificio singular, diferente a cualquier otro que hubiera visto en la calle Meisroit. Era un recinto cerrado por una pared baja y agrietada, cercado con unas rejas negras y oxidadas.
Pasando las rejas había un gran predio con una casucha en el centro, rodeada de lo que a Lucía le pareció un jardín abandonado. Había cerca de una docena de plantas desperdigadas, dos o tres tenían flores y las otras estaban secas o en proceso de hacerlo. Se distinguían unos pocos parches de césped verde entre un mar de amarillo reseco. También había una especie de estructura, quebrada y arruinada en sus elementos, que Lucía pensó pudo haber sido una fuente hace mucho tiempo. Un portón de madera, bajo y desvencijado, cerraba el paso hacia el interior.
—¿Perdida? —dijo una voz fría y casi espectral, salida de la nada, cuando Lucía pasó distraída frente al portón. La chica dio un respingo y trastabilló.
—¡Dioseeesss! —chilló Lucía con una mano en el pecho, con la respiración muy acelerada—. ¡Casi me matás del susto! ¿De dónde salis…te? —Levantó la vista para mirar quién le había hablado y por un momento creyó que estaba viendo un fantasma.
Tras el portón había un hombre pálido y ojeroso, muy alto y delgado, vestido con un traje negro. Permanecía quieto y callado, observando un punto fijo delante de él, hacia una calle que desembocaba directo hacia el portón. Lucía retrocedió un paso.
—Este… ¿Quién s…? Digo, ¿Qué es este lugar?
El hombre parpadeó dos veces, como si hubiera salido de un trance, y luego miró a Lucía.
—Es un vivero y yo soy El Cuidador —respondió con esa voz fría. Después parpadeó de nuevo y volvió a mirar al punto fijo delante de él.
—¿Vivero? —dijo Lucía, sorprendida, arqueando las cejas y mirando de nuevo hacia el jardín abandonado—. No quiero ser descortés, pero creo que no estás haciendo muy bien tu trabajo.
El Cuidador volvió a mirarla y esbozó una enigmática sonrisa que sus ojos no acompañaron.
—No deberías haberte bajado antes del colectivo —sentenció, ignorando el comentario—. Los visitantes que no están habituados suelen perderse.
—¿Cómo… supiste eso? ¿Y habituados a qué? —quiso saber Lucía, que ya le había picado la curiosidad.
Pero El Cuidador la ignoró de nuevo y solo se limitó a levantar su larguirucho brazo e indicar con uno de sus huesudos dedos hacia adelante, al punto al que se la pasaba observando, en la calle que desembocaba al portón.
—Para salir tenés que ir por allá. Y no vayas por la vereda —le dijo con severidad.
—¿Salir a dónde? ¿De dónde? A donde quiero ir se llega caminando derecho por la calle Meisroit. Y… esta es la calle Meisroit ¿no?
El Cuidador le respondió con la misma enigmática sonrisa y enseguida volvió la vista al punto al que había estado observando.
—¿Y eso qué significa? ¡Hola! ¿Me escuchás? ¡Holaaa!
Pero sus esfuerzos para conseguir una respuesta fueron vanos, el hombre actuaba como si Lucía no existiera.
—Okay. Entonces… supongo que voy a ir por allá. —Y se dirigió hacia el lugar al que le había señalado el hombre, esta vez yendo por la calle.
Caminó una cuadra. En la siguiente la gente ya estaba paseando por la calle de nuevo. También los carteles de señalización habían vuelto: seguía en la calle Meisroit, a la altura dos mil.
—No sé cómo me metí ahí, pero estoy segura que esa no era la calle Meisroit —dijo echando un vistazo hacia atrás, por donde había venido—. Supongo que sí te podés perder yendo en línea recta. —Lucía sacudió la cabeza de lado a otro—. Bueno, al menos llegué. La heladería está allá.
Cruzó la calle y se paró frente a la puerta de la heladería. «Sabores únicos», leyó en el letrero. Olfateó el aire y entró. (…)
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Continúa en el próximo número de Pensamiento ISTEEC •