Por R. Maximiliano Neira Pensamiento ISTEEC #8 Publicado el 4/11/2022 - Año 1 - Noviembre de 2022
Viene de Pensamiento ISTEEC #7, página 14.
Cruzó la calle y se paró frente a la puerta de la heladería. «Sabores únicos», leyó en el letrero. Olfateó el aire y entró.
Lucía era la única persona que estaba ahí dentro.
—¿Hola? ¿Alguien? —dijo mientras daba un vistazo alrededor.
El local era pequeño y modesto. El mobiliario consistía en dos mesas pequeñas con dos sillas cada una haciendo juego. En el lado opuesto de la entrada había un mostrador y en la pared detrás, pegado, colgaba un tablero blanco donde había un letrero que decía «Sabores», pero no había nada escrito.
Lucía caminó hasta el mostrador y le dio unos golpes con el puño, como llamando a una puerta. Inmediatamente apareció una cabeza desde atrás del mostrador. Era un chico. Parecía que recién se había levantado; estaba despeinado y tenía los ojos entornados. Miraba en todas direcciones, entre confundido y sorprendido.
—¡Clienteees! —gritó cuando reparó en Lucía—. ¡Menos mal! Por un momento pensé que no iba a venir nadie. No sé, tal vez la ven muy vacía y no saben que es una heladería, porque la gente pasa por la calle y no se acerca. O tal vez no hice tanta publicidad, aunque pagué una por Internet, pero viste cómo es la publicidad en Internet, ¿no? o…
—¡Ey! —lo interrumpió Lucía—. Está bien, entendí. Yo soy la primera clienta, ¿cierto? —El chico asintió enérgicamente varias veces—. No me extraña, sólo a vos se te ocurre abrir una heladería en el lugar más recóndito de la ciudad. ¿Sabías que nada más un micro viene hasta acá?
—Ah, sí, El último viaje ¿no? Creo que pasa por acá cerca. Al menos eso es lo que he escuchado.
—¡¿Qué?! ¿Pasa cerca? —el heladero asintió y señaló hacia la esquina que Lucía acababa de cruzar. Ella bajó la cabeza y le dio un suave cabezazo al mostrador. Se quedó mirando bocabajo mientras murmuraba con voz amortiguada— Me tiré de un micro en movimiento y me perdí quién sabe dónde para nada.
—¿Estás bien?
—Lo voy a estar cuando pruebe el helado —le respondió a la vez que levantaba la cabeza, tenía la frente colorada—. Por cierto, noté que no has puesto los sabores ahí —dijo señalando el cartel detrás del mostrador.
—Ah, eso es porque solo tengo dos, así que no tiene sentido los ponga.
Hubo un largo silencio, durante el que Lucía solo miró al heladero y respiraba en un intento de mantener la compostura.
—¿Qué? —dijo al fin Lucía, con una fingida voz calmada.
—Que-solo-tengo-dos-sabores. Son los que conseguí. —El heladero se encogió en hombros—. Por eso la heladería se llama Sabores únicos. ¿O qué pensaste? —Y soltó una risita.
Y ya no hubo respiración que valga.
—Escuchame, heladerito… ¡¿Cómo carajos se te ocurre ponerle ese nombre?! —bramó impetuosa, señalando hacia la entrada—. ¡Cualquiera que lo lee piensa que se va a encontrar con una gama de sabores que nunca había probado! ¡Nunca nadie pensaría que se llama así porque nada más hay dos sabores! —Levantó dos dedos de manera agresiva—. Encima, ¡encima! —señaló al heladero con un dedo acusador— ¡ponés la heladería en el lugar más complicado de todos! ¡Me perdí caminando en línea recta!, ¡en línea recta! —Inspiró profundamente. Y espiró—. Listo, ya está —concluyó serena.
—¡Guau! —exclamó el heladero, anonadado—. ¿Siempre sos así de… apasionada?
—Cuando se trata del helado, sí —admitió Lucía y chasqueó los dedos—. El helado es cosa seria. En fin, ¿Cuáles son esos sabores? Ya que vine, los voy a probar.
—Vainilla y chocolate —respondió el heladero, orgulloso e inflando el pecho.
—¿En… serio? —Lucía volvió a golpear el mostrador con la cabeza y, con la voz amortiguada, dijo—: Bueno, dame un barquillo con los dos.
—No tengo barqu…
—¡Con lo que sea entonces!
—Bueno, no están taaan mal —aceptó Lucía mientras comía los helados. El heladero le había dado dos cucuruchos chicos donde había servido una bocha de helado en cada uno—. Al menos son variantes diferentes de vainilla y chocolate. Pero eso no justifica lo engañoso del nombre—. Señaló al heladero con la cuchara. Ya no estaba enojada, comer helado le había quitado el mal humor.
—¡Se, se! —dijo el heladero, con un codo apoyado en el mostrador y la cara apoyada en la palma de su mano.
—¡Ya te dije que el helado es algo serio! —El heladero rodó los ojos.
—¿Y cómo es eso que te perdiste caminando en línea recta?
—No sé. —Lucía se encogió de hombros—. Venía caminando por la vereda… ¡Ah, por eso es que la gente camina por la calle! —Le dio el último bocado el helado de vainilla—. Claro, y seguro por eso nadie entra a la heladería.
—¿De qué estás hablando?
—¿No has visto que la gente de esta calle no camina por la vereda?
—Ni idea, no me fijo en esas cosas. Además no soy de acá. Vengo en auto y entro directo al local.
—Tendrías que prestar más atención —dijo Lucía en tono de reproche y negando con la cabeza—. Bueno, cuestión que hay una vereda frente a la entrada. Y a la heladería se entra por… —Terminó de comer el helado de chocolate.
—¿La vereda?
—¡Correcto! —asintió Lucía y se tocó la punta de la nariz.
El heladero resopló y lanzó una carcajada.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Es que… —Lucía pensó en alguna forma de decirlo sin que pareciera una locura, pero no encontró ninguna— es que si uno camina por la vereda, se pierde.
—Sí, ajá. No te podés perder yendo recto.
—Pues resulta que sí se puede. Así que seguí andando en auto y no camines por la vereda.
El heladero arqueó una ceja, Lucía sonaba muy convencía de lo que decía.
—Está bien, digamos que te creo un poco —admitió el chico con un tono de total escepticismo—. ¿Qué debería hacer entonces, abrir la heladería en la calle?
—O extender la calle hasta la heladería.
—¿Y eso va a funcionar?
—No sé. ¿Me viste cara de experta en portales místicos?
—La verdad que no estás ayudando mucho.
—¡¿Qué?! ¿Cómo que no? —clamó Lucía, indignada, y se levantó de la silla—. ¡Te di dos consejos buenísimos! Y te doy más: conseguí más de dos sabores y más variedad de cucuruchos, y tal vez, venga más de una persona al día a tomarse un helado.
Y diciendo eso, Lucía salió hecha una furia, dejando al heladero con las palabras en la boca.
—¡Idiota! Ojalá no le hubiera advertido nada de la vereda —farfulló mientras caminaba hacia la parada del micro—. Y la verdad que los helados no estaban tan buenos, solo estaba siendo amable porque era lo que había… y porque tenía hambre. Supongo que esta es la parada. —Se sentó en una especie de banco y miró su reloj—. ¿Tan tarde se hizo? —Estiró los brazos detrás de su espalda y dio un largo bostezo—. No tengo ganas de ir parada en la puerta de nuevo, ¿será mucho pedir que venga vacío esta vez?
Estuvo esperando un rato y miró su reloj para saber cuánto tiempo había pasado: diez minutos exactos. Luego miró a la calle y vio que un micro se acercaba: era uno de los inconfundibles El último viaje, con su ya familiar sonido de placas de metal que chocando entre sí, como batería sin ritmo. Cuando el micro de detuvo, para sorpresa de Lucía, este venía con poquísimos pasajeros. La puerta se abrió y Lucía esta vez pudo ver al conductor: llevaba una gorra y uniforme que no había visto en ninguno de los conductores de las otras líneas. Estos se veían bastante antiguos, tal vez de hace unos cincuenta años atrás, de la misma época del colectivo en sus buenos tiempos, cuando no hacía ruido al andar y su en pintura nueva podía leerse más que una M.
—Vamos, niña, ¿qué esperás para subir? —la apremió el conductor y la sacó de sus cavilaciones—. Mirá que no va a pasar otro.
—¿Eh? ¡Ah, sí! —Lucía caminó hacia la puerta abierta. Le faltaba el primer escalón y tuvo que ayudarse a subir con pasamanos.
¿Acaso a todos se les rompió el primero?, pensó mientras subía.
—¿Podés cerrar la puerta cuando entres? Ya no cierra como antes.
Lucía se quedó quieta a medio camino. Acababa de reparar en la voz del conductor: era la misma de cuando se tomó el micro la primera vez. Y el escalón…
—Perdón, pero sos el mismo chofer ¿cierto? Y es el mismo micro, ¿no?
El conductor sonrió y la saludó con un gesto de su gorra.
—Veo que llegaste hacia donde querías ir. Y que no te perdiste.
—Bueno, sí que me perdí. Aunque no sé dónde —respondió la chica mientras cerraba la puerta. El micro se puso en marcha y Lucía buscó un lugar donde sentarse, había butacas vacías de sobra. Se sentó en una cercana al conductor, y junto a la ventana—. Pero me indicaron el camino de vuelta. —Se dio la vuelta en la butaca y observó el interior del vehículo—. Pensé que siempre venía lleno —dijo sorprendida y después continuó—: ¿Cómo puede ser el mismo micro? No se puede demorar tanto en dar la vuelta, ¿o sí? Y vos sabés dónde me perdí, ¿cierto?
—Niña, mientras más preguntas hagas, más preguntas vas a obtener.
—¿Qué? Eso no tiene sentido —refunfuñó Lucía arqueando una ceja.
—No, no lo tiene. —El conductor rió alegremente. Pero al ver por el espejo que Lucía lo miraba ceñuda, suspiró y agregó—: Solo puedo decirte que no se llama El último viaje por el motivo que todos creen.
—Okay, ya entendí lo de las preguntas —admitió resignada y demasiado cansada para discutir. Luego apoyó la cabeza en un puño y se puso a mirar por la ventana.
El viaje de regreso fue muy silencioso, el sonido de batería era apenas audible, y nadie solicitó una parada. De hecho, fue un viaje tan tranquilo que Lucía se quedó dormida.
—Niña, ya llegamos. ¿Esta era tu parada?
—¿Eh? ¿Qué? —Lucía se espabiló, se frotó los ojos y miró por la ventana—. Sí, es acá. Gracias. ¿Cuánto… —un enorme bostezo la interrumpió— tiempo estuve dormida?
—No sé, diez minutos tal vez.
—Diez minutos… —dijo pensativa mientras bajaba del colectivo. Cuando llegó al suelo, se dio vuelta y miró al conductor—. Los diez minutos tienen algo que ver, ¿cierto? Son siempre diez.
—Es posible —le respondió este y la saludó con un gesto de su gorra. La puerta se cerró a medias y el micro se puso en marcha, al ritmo de su batería de jazz.
—«Es posible» —masculló imitando la voz del conductor durante la caminata a su casa—. Entre las respuestas crípticas del chofer y las de ese cuidador que no sé qué cuida, no sé con cuáles quedarme.
Entró a su casa y se echó de nuevo en el sillón. Agarró el cuaderno de las heladerías que estaba sobre la mesita y anotó lo siguiente:
Heladería «Sabores únicos»: nunca más.
El último viaje y calle Meisroit: ¿investigar? •